Una fogata hecha de cartón rodeada de tambores en una esquina de Montevideo. Gente alrededor de los tambores en un rincón de Barrio Sur. El pequeño espacio por el que una cerradura oriental deja ver al otro lado de la puerta del tiempo. Sonoras carabelas de regreso al continente originario. Preludios semejantes se habrán dado miles de años antes en las praderas de Senegal o en las cálidas mesetas de Liberia. El calor despierta a los tambores de su letargo, les afloja el cuero.
Todos los domingos los antiguos barrios de los negros suenan a panal de abejas. Allá al oeste se escucha el ruido sordo; también al este, por Parque Rodó. Vibra el aire, suena a batalla o a fiesta. ¿Acaso los pueblos no despedían a sus guerreros con alegres fiestas y las mujeres con noches de pasión a sus amantes para que tuvieran fresca en su memoria la razón de ir a los campos de sangre? ¿Se habrán librado guerras con el barullo de la fiesta? Tal vez en las postrimerías de la muerte los hombres quisieron endulzar sus labios con el recuerdo que los tambores les traían. ¿Y si la música de la guerra debía ser también la de la vida?
Tambores delgados, otros tan abultados como barriles. En el candombe cada uno tiene su rol, se responden, se acompañan. La cuerda se introduce con un primer movimiento. Abre la música todos en círculo. De la fogata queda solo ceniza. El cartón se consume rápido. Terminada la cortina inicial, forman líneas, mirando todos hacia el mismo lugar, y avanzan. Caminan despacio pero azotan con rapidez el cuero. Rebotan las manos, sudan las sienes. El paso de procesión da tiempo al baile, un brinquito que en el cuerpo africano debió ser una tormenta. No se le puede pedir peras al olmo. Ninguno de los candomberos o de los espectadores es negro. Ninguno.
Se recorren varias cuadras, quizá quince o veinte, durante más de hora y media. Atrás los siguen unos, presiden otros bailando. El destino es una equina más, un círculo nuevo y antiguo en que se entra a bailar. No se goza, pero tampoco aburre. La herencia de los migrantes pudo ser así o pudo haber caído en el sopor de este clima húmedo subtropical. No creo en lo primero. Hay que verlos en Colombia batiéndose cual océano bravío con la percusión para comprender que el candombe duerme en medio de las suaves ondas del espíritu uruguayo.
De pronto es falta de arrechon.
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