Ernesto Sábato escribió La Resistencia de noche, en veraniegos insomnios, empujado por una incomodidad mayor que el vaho de la humedad pampeana. Nació en 1911 en el pequeño Rojas. Para entonces lo habrá sido mucho más aun, como el mundo mismo. Presenció la transformación más acelerada no catastrófica que el ser humano, y me arriesgo a incluir a sus antepasados homínidos, ha sufrido.
La técnica hizo su trono en los brazos del método científico moderno. Sus triunfos se sucedieron uno tras otro, oleaje estremecedor, maremoto que erigió, primero, a la máquina de hierro y vapor, después a la máquina de plástico, aluminio y electricidad, para finalizar en la máquina biológica resultado de la tecnología genética. El hombre perdió el paraíso pero no pertenece al mundo animal. El hombre, un huérfano queriendo ser dios.
Orfandad, orfandad de lo natural, de lo metafísico, de lo místico y de su propia condición humana. La máquina pasó de ser un medio de producción a un modo de vida. Sábato indica que en la sociedad contemporánea no hay mucho lugar para el ser humano. Amar, contemplar, indagar, descansar o compartir, nuestra simple humanidad barrida a los rincones de las sobras de tiempo que las necesidades de producir y consumir permiten. ¿Puede darse fruto en el vértigo de la línea de producción? ¿Son sus resultados verdaderos frutos? ¿Qué se está alimentando en la cotidianidad? Él responde: a una civilización decadente, a una cultura autodestructiva y falsa. Al ocaso, dice, de un modo de vida insostenible en medio de una sociedad de muros y de pantallas que construyen ídolos y valores.
Queda La Resistencia. Proteger la luz de una vela en medio del vendaval. La luz del encontrarse con el otro, del retorno al sabio tiempo de la naturaleza... la luz de no erigir al objeto como fin.
Lectura conmovedora de un hombre que nos recuerda de dónde venimos y con la distancia prudente para hacer una radiografía como en sus tiempos, a luz de vela.
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